Como es sabido, es doctrina de la Iglesia que nadie puede entrar en plenitud al Cielo si no está totalmente limpio de pecado, (ha alcanzado la estatura de Cristo, es decir, la santidad perfecta), ya que así nos lo ha revelado Dios por medio de Jesucristo y de los apóstoles (1Cor 3,15; 1Pe 1,7).
Sin embargo, la misma Iglesia reconoce, basado en la Sagrada Escritura, que existen dos tipos de pecados, los que llevan a la muerte y los que no llevan a la muerte, como claramente lo indica San Juan en su primera carta (Cf. 1Jn 5, 16-17).
Esto ha llevado a definir dos clases de pecado: mortales y veniales. Sobre esto el catecismo de la Iglesia nos dice: “El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere” (Cat. No. 1855).
Ahora bien, quien muere en pecado mortal, según San Juan, es condenado a la eterna muerte; mientraslos que mueren sin pecado mortal, pero que han cometido faltas pequeñas, deben purificarlas antes de tomar posesión del Cielo. Por lo tanto, la Sagrada Escritura como la Iglesia, reconocen un estado intermedio en el que el hombre se purifica o termina su purificación antes de entrar al Cielo (2Mac. 12,38-45).
El Catecismo de la Iglesia nos dice: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo” (Cat. No. 1030). En otras palabras, antes de poder tomar posesión de la herencia, debemos de haber crecido a la altura del Varón Perfecto que es Jesucristo (cf. Ef. 4,13), debemos haber alcanzado la santidad.
Para explicar este estado intermedio, el P. Leonardo Boff en su libro "Hablemos del más allá", hace una muy bonita analogía basada en el crecimiento de la gracia en nuestro diario vivir.
El hombre desde su bautismo, nos dice el P. L. Boff, es configurado a la Imagen de Cristo, sin embargo, el pecado va haciendo que pierda esta imagen, hasta incluso llegar a perderla totalmente. Cada vez que acudimos al sacramento de la Reconciliación, se restituye la amistad con Dios, pero algunos de los efectos del pecado no desaparecen. Algunos de estos nos afectan en esta vida y otros incluso hasta la otra.
La doctrina de Trento nos indica que el sacramento de la Reconciliación nos perdona el pecado, particularmente el mortal, pero no la satisfacción que debemos por él (Cat. No. 1856). El padre Boff, nos dice que ya que Jesucristo en la cruz satisfizo total y plenamente al Padre por todos lo pecados del mundo, es mejor hablar de un retraso en el crecimiento del Hombre Nuevo, que en el caso del pecado mortal sería como un suicidio espiritual, pues éste acaba por completo con la gracia.
Por ello, el sacramento nos perdona, y nos vuelve a la vida espiritual, pero no nos restituye la imagen de Cristo ni, la estatura espiritual que hayamos perdido, dependiendo de la gravedad del pecado. La penitencia tiene como objeto ejercitarnos en las áreas que han quedado debilitadas por el pecado y ayudarnos a restituir la imagen de Cristo en nosotros… es el ejercicio que nos lleva a la perfección, estado necesario para entrar en el Cielo.
Puede ser, dice él, que la muerte nos encuentre sin haber recobrado esa estatura o imagen de Jesucristo, y sin ella, dice la Sagrada Escritura no podremos ver al Padre.
Si esto ocurre, el purgatorio será ese estado (ya no se habla de lugar) transitorio entre la vida terrenal y la Celestial en la cual Dios, por medio del amor, completa en nosotros la Imagen de su amado Hijo.
El hombre que va en camino a la santidad, experimentará paulatinamente este crecimiento y el dolor de renunciar a todo, incluso a su misma persona lo cual únicamente se pude lograr mediante la cruz, mediante el despojo de todo, incluso de nuestra propia vida, como fue en caso de Jesús. Por ello, el purgatorio es un lugar de crecimiento espiritual que se identifica con la cruz de Cristo, y como tal debemos concebirlo como el dolor vivido en el gozo de la esperanza.
Sin embargo debemos descartar, como se tenía en otros tiempos, la idea de un sufrimiento parecido al del infierno, pues en el infierno se sufre por la ausencia y la desesperanza de no poder ver algún día a Dios (Cf. Cat. 1031). Es la ausencia total del amor de Dios en la persona. Mientras que en el purgatorio el sufrimiento es debido a esa efusión totalizante del amor de Dios en nuestra pequeñez. Es un sufrimiento en el gozo, como el de la madre al dar a luz. Este sufrimiento lo vamos experimentando todos en la medida en que vamos viviendo, una vida acética que persigue la intimidad con Dios.
Podemos ver entonces cómo los santos, todos ellos, cada uno de manera distinta quizás, pero todos han sufrido. Sin embargo, ellos no sufrieron en la amargura y la desesperanza, sino que sufrieron en el amor y la alegría de saberse unidos a Dios.
El hombre, si es juzgado digno del Cielo (si no muere en pecado mortal), pasa a tomar posesión de la herencia, aun cuando antes de ello, haya de crecer hasta la altura de Jesucristo cosa que como decíamos no puede estar al margen de la cruz.
Todo esto nos hace ver la muerte como un momento de encuentro amoroso con Dios, un encuentro deseado desde toda la vida por el cual el hombre se une a su creador para vivir eternamente en su compañía disfrutando de su eternidad. Nadie pues, debe temer a la muerte, ni al purgatorio, pues ambos son una verdadera experiencia del amor misericordioso de Dios que nos ha llamado a vivir en El y para El. La muerte debe ser un momento esperado (no buscado), por cada uno de nosotros en el cual, después de haber vivido en el Reino de una manera velada e incompleta, el Señor nos dará en posesión, para toda la eternidad, su amor y su paz como nos lo ofreció Jesucristo que precisamente para eso murió y resucitó.
Si durante esta vida nos ocupamos de crecer en este amor (mediante una vida acética y de unión con Dios), con el sufrimiento amoroso que esto representa, podemos estar seguros de que ya desde ahora estaremos participando del Cielo, y que la muerte será solamente una puerta que se abre para pasar, de lo incompleto a lo completo; de lo finito a lo infinito; de lo pasajero a lo eterno; de lo parcial a la plenitud en todo.
Tomado de: http://www.evangelizacion.org.mx/recursos/preguntas/preg_detalle.asp?id=9
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