“Cristo, mediador de una nueva alianza, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa”. (Hb 7, 24)
Celebramos con fervor la Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, con la cual toda la santa Iglesia eleva una acción de gracias a Dios por el don del sacerdocio en favor del mundo entero. Cuando contemplamos a Jesucristo como Sumo y Eterno Sacerdote, encontramos al Hijo de Dios siendo el único Mediador entre Dios y los hombres. La Carta a los Hebreos afirma que "tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca Dios en orden a expiar los pecados del pueblo" (Hb 2, 17). Jesús, al ser Sumo y Eterno Sacerdote, hizo participe al ser humano del sacerdocio, con lo cual constituyó un pueblo sacerdotal. aFidelidad y misericordia son dos atributos del sacerdocio de Cristo; su función sacerdotal no es únicamente ritual, sino también es un ofrecimiento personal perfecto; es una ofrenda de obediencia filial a Dios y de entrega fraternal a los hombres. El Concilio Vaticano ll, en la Constitución Lumen Gentium (Luz de los pueblos), nos explica de una manera clara el sentido del sacerdocio: "El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma particular del Sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial, no solo gradual, porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante“ (LG 10).
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