Casi todas las páginas de la Revelación escrita, dice San Gregorio Magno, dan testimonio de la existencia de los Ángeles. Ya en el siglo II, Orígenes decía: “Los cristianos creemos que Dios nos designa un ángel a cada uno para que nos guíe y proteja”. En el Nuevo Testamento, aparecen en el Evangelio en tres momentos de la vida de Jesús: su infancia, en el episodio de las tentaciones en el desierto y en su agonía en el Huerto del Getsemaní. Son los testigos de la Resurrección y asisten, pues, a la Iglesia naciente, ayudando a los apóstoles y difundiendo el mensaje de la voluntad divina. Los Ángeles son citados más de trescientas veces en el Antiguo Testamento. Además del número de testimonios bíblicos, que justifica el culto particular que los cristianos les han tenido a los ángeles desde los primerísimo tiempos, es la naturaleza de estos “espíritus puros” la que estimula nuestra admiración y nuestra devoción. Ellos son, ante todo, mediadores de los mensajes de la verdad divina, iluminando el espíritu con la luz interior de la palabra. Los ángeles también cumplen la función de custodiar de las almas de los hombres, les sugieren las directrices divinas y son invisibles testigos de sus pensamientos más recónditos, así como de sus acciones buenas o malas. Basando la verdad de fe en la misma afirmación del Redentor, la Iglesia nos dice que a todo cristiano, desde el momento del Bautismo, se le confía a su propio ángel, que tiene la tarea de custodiarlo, guiarlo por el camino del bien e inspirarle buenos sentimientos, permitiéndole el acercamiento a Dios. La liturgia del 29 de septiembre, que celebra la fiesta de los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, recuerda, al mismo tiempo, a todos los coros de ángeles pero, desde el siglo XVI, se comenzó a celebrar una fiesta distinta para los santos ángeles custodios, la cual el Papa Pablo V (1552-1621) extendió a toda la Iglesia en 1608.
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