(Papa Benedicto XVI. Fragmento)
El relato evangélico de hoy confiere un intenso clima pascual a nuestra meditación: la cena de Betania es el preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que Él aceptó en previsión de su sepultura (Jn 12, 7). Pero también es anuncio de la Resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro, testimonio elocuente del poder de Cristo sobre la muerte. Además de su profundo significado pascual, la narración de la cena de Betania encierra una emotiva resonancia, una mezcla de alegría y de dolor: alegría de fiesta por la visita de Jesús y de sus discípulos, por la resurrección de Lázaro y por la Pascua ya cercana, y amargura profunda porque ese acontecimiento podría ser el última, como hacían temer las tramas de los judíos, que querían la muerte de Jesús, y las amenazas contra el mismo Lázaro, cuya muerte se proyectaba. En este pasaje del Evangelio, hay un gesto sobre el que se centra nuestra atención y que también ahora habla de modo singular a nuestro corazón: en un momento determinado, María de Betania, «tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos» (Jn 12, 3). Habla del amor a Cristo, sobreabundante, pródigo, como el ungüento “muy caro” derramado sobre sus pies. Este hecho escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico. «Y toda la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). El aroma que se propagó fue el de la fe, de la esperanza y de la caridad. El Salmo responsorial ha puesto en nuestros labios palabras llenas de confianza: «espera en el Señor, sé valiente; ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 26 [27], 14).
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