En 1580, vivía en Buga (Valle del Cauca) una sencilla anciana indígena que trabajaba de lavandera. Esta piadosa mujer estaba dinero para encargar una imagen de nuestro Señor crucificado, para poder rezarle todos los días. Cuando logró conseguir suficiente dinero, fue a buscar al párroco del pueblo para que este le consiguiera la imagen, pero en el camino encontró a un hombre ahorrando al que iban a meter a la cárcel porque debía cierta cantidad de dinero y no tenía cómo pagarlo. La anciana sintió compasión del hombre y le dio lo que tenía ahorrado. Después de esto, la mujer siguió trabajando como de costumbre hasta que un día vio en el río un pequeño crucifijo de madera. Ella lo recogió y lo llevó a su choza para venerarlo. Al caer la noche, la mujer sintió unos golpes que venían del lugar donde estaba la imagen. Cuando se asomó para ver qué sucedía, vio que la imagen había crecido hasta alcanzar el metro de estatura. Sorprendida por esto, la anciana le avisó al párroco y a las personas más importantes del pueblo, quienes al ver la imagen cayeron en cuenta de que era imposible que una imagen así hubiera sido tallada en la región. La noticia se difundió por el pueblo y la imagen comenzó a ser venerada; sin embargo, un visitador eclesiástico ordenó quemar la imagen, pero milagrosamente empezó a sudar. Desde ese entonces la imagen se venera con devoción. El templo actual fue construido a principios del siglo XX y el Papa Pío XI expidió un decreto por el cual se le concedía el título de Basílica en 1937.
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