"Escúchame, Señor, que te llamo, Tu eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación". (Sal 26, 7.9)
Miremos la Palabra de Dios desde una actitud de humildad: Dios quiere hablarnos al corazón y cada uno debe responder con generosidad. Desde allí en el libro de Samuel, hay una interpelación: "Te parece poco, estoy dispuesto a darte todavía más". Qué interesante hacer un inventario espiritual de nuestra vida y ver todas las cosas que hemos recibido de Dios. El puede darnos más, pero quizás no hemos administrado bien lo que ya tenemos. Abandonamos el proyecto de Dios y no respondemos a su amor como es debido. Su plan lo corrompemos y muchas veces actuamos en contra de su ley. Como David, reconozcamos que somos pecadores y desde ahí prestemos mucha atención a las consecuencias que ha generado esta actitud y el daño que ha causado, para luego remediarla. San Pablo nos invita a una experiencia espiritual admirable: "Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí". Podemos asumir este reto y dejar que la vida pase por la crucifixión para tener la que Jesús ofrece, entrando así en la vida verdadera. El paso por la crucifixión implica entender que la vida nueva en Cristo debe transformar todo nuestro ser. Yo, pecador, debo ver a los demás con la misma misericordia con la que Dios me ve. El caso del Evangelio es evidente: un fariseo recibe la visita de Jesús, pero a su vez critica a la mujer que se acerca a ungir a su invitado. Si nos sentimos pecadores y perdonados por Dios, no deberíamos condenar a los demás por sus debilidades; por el contrario, tendríamos que hacer algo para ayudarlos. Aquella mujer sentía la necesidad de ser perdonada, por eso abre su corazón a Jesús sin interesarle los comentarios de los demás. El la acoge, la humaniza y la perdona por su misericordia. Así debe suceder con nosotros.
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