"Fijate, oh Dios, en nuestro escudo; mira el rostro de tu Ungido, pues vale más un día en tus atrios que mil en mi casa".
(Sal 83, 10-11)
Hermanos, la liturgia de hoy nos recuerda la universalidad de la salvación de Dios, y con el salmo se expresa un deseo latente en la Iglesia: lograr que todos los pueblos alaben al Señor y se dejen abrazar por su misericordia. Sin embargo, el apóstol Pablo y, de manera especial, la actitud de Jesús en el Evangelio nos previenen de emprender una cruzada de imposición de la fe a los demás, y más bien nos sugieren la solidaridad y la caridad como el mejor método misionero. Pablo enfatiza que es Voluntad de Dios que su misericordia alcance a todos, sin excepción; por tanto, es nuestro deber ofrecer diversas alternativas de conversión y sanación a todos aquellos que aún no han conocido su amor. Por su parte, Jesús se abre a la petición de una mujer que no hace parte de su credo ni de su cultura, pero es igualmente una hija de Dios, y a través ella el Señor revela que la acción del Padre no es privilegio de aquellos que tienen una vida socialmente aceptable, sino que es patrimonio irrevocable y abierto toda la humanidad. Esta mujer cananea abre hoy los ojos de la Iglesia, para que comprenda que en el mundo no hay superiores e inferiores, ni amigos y enemigos, sino una comunidad que debe aprender a vivir como hermanos que se alimentan del mismo pan. Sigamos con atención los Evangelios de esta semana, pues nos ayudarán a reconocer cómo potenciar nuestro servicio evangelizador desde el amor uníversal y no desde una falsa idea de superioridad personal y comunitaria.
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